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22 mayo 2018

1968: Año de Contrarrevolución en EEUU


Todd Gitlin
En 1968 no se había hecho todavía visible de qué modo tan impresionante el retroceso podría aprovecharse para llegar al poder nacional
Las conmemoraciones son las tarjetas de felicitación que manda una cultura empapada de sensaciones para reconocer que nosotros, los que vivimos, no nacimos ayer. Así sucede con el reensamblaje mediático de este año en torno a 1968. Lo que resulta difícil de transmitir es la textura de conmoción y pánico que se apoderó del mundo hace medio siglo. Lo que resulta todavía más difícil de captar es que el vencedor principal de 1968 fue la contrarrevolución.

Cuando luchamos por el significado del pasado, estamos luchando por aquello por lo que, hoy, escogemos preocuparnos. De este modo, los aniversarios de 1968 acechan a 2018, pintando escena tras escena de revueltas, horror y crueldad, de un fervor excitado de cosas que se vienen abajo y, en conjunto, de la sensación de una tormenta de apocalipsis que se avecina, incluso de revolución. Inevitablemente, las imágenes “icónicas” de la época presentan escenas de brutalidad, rebelión y tragedia: un general sudvietnamita saltándole los sesos a un prisionero en una calle de Saigón durante la Ofensiva del Tet, el reverendo Andrew Young Jr. y sus colegas en la balconada del Motel Lorraine de Memphis, junto al cuerpo de Martin Luther King Jr., apuntando hacia el lugar del que procedía la bala del asesino, los manifestantes de Columbia ocupando los edificios del campus, arrastrados luego y golpeados hasta sangrar por la policía; los manifestantes de París lanzando de vuelta a la policía los botes de gases lacrimógenos; Robert Kennedy abatido por los disparos de Sirhan Sirhan en el Hotel Ambassador, los tanques soviéticos entrando en Praga, la policía aporreando a los manifestantes de la Convención Nacional Demócrata de Chicago, las activistas del movimiento de liberación de la mujer tirando fajas, rulos y sujetadores (sin quemar) a un cubo de basura en el paseo de Atlántico City delante de la sede del concurso de Miss America; Tommy Smith y John Carlos en el podio de medallistas olímpicos de Ciudad de México, levantando desafiantes el puño enguantado en negro. 

Un examen más concienzudo tomaría nota de las colisiones sociales que, por violentamente represivas que fueran, no llegaron a registrarse en Norteamérica con la misma significación sobresaturada. Por ejemplo, los tres estudiantes de Oranienburg, Carolina del Sur, muertos a manos de agentes de policía de carreteras después de que los estudiantes protestaran contra la segregación en una bolera (8 de febrero), los disparos casi fatales contra el dirigente estudiantil radical alemán Rudi Dutschke en Berlin (11 de abril), la paliza de la policía de Chicago a una protesta antibelicista totalmente no violenta (27 de abril). 

Por lo que respecta a manifestaciones menos sangrientas, hubo muchas, tan rutinariamente que el New York Times agrupaba las informaciones sobre derechos civiles y contra la guerra en páginas especiales. Tampoco este rosario de calamidades tiene en cuenta imágenes que no vieron la luz del día hasta mucho más tarde, como las fotos en color de la matanza de My Lai (16 de marzo), que no se publicaron hasta finales de 1969, momento para el cual ya había expectación. O imágenes que nunca se materializaron en absoluto, como la matanza de cientos de manifestantes estudiantiles a manos del ejército en Ciudad de México (2 de octubre).

Imágenes aparte, ¿cómo fue verdaderamente la experiencia de 1968? La vida pública parecía convertirse en una secuencia de rupturas, conmociones y detonaciones. Los activistas se sentían aturdidos, y luego eufóricos; las autoridades se sentían agitadas, con pánico, hasta desesperadas. El mundo estaba hecho añicos. Lo que eran para algunos indicios de una revolución por llegar, eran para los exponentes de la ley y el orden erupciones de lo intolerable. Fuera lo que fuese que se valoraba, parecía quebradizo, en trance de romperse o roto. 

La textura de estas incesantes conmociones resulta en sí misma integral para lo que la gente sintió como “experiencia de 1968”. El puro número, ritmo, volumen e intensidad de las conmociones, transmitidas en todo el mundo a las pantallas de la sala de estar, hacían que el mundo pareciera y se sintiese como algo a punto de hacerse pedazos. Es justo decir que si no te habían desestabilizado no prestabas atención. Una sensación de inacabable urgencia superaba las expectativas de orden, decoro, procedimiento. Conforme la izquierda radical soñaba con desbaratar el Estado, la derecha radical atacaba al orden establecido por mimar a los jóvenes radicales y hacer posible su desorden. La pesadilla de una persona se convertía en la epifanía de otra. 

Los “collages” familiares de las colisiones de 1968 evocan las revueltas superficies de los acontecimientos, reproduciendo la rara y desequilibrada sensación de 1968. Pero no llegan a iluminar el significado de los acontecimientos. Si la textura de 1968 fue de caos, por debajo hay una estructura que puede verse hoy —y que hace falta ver — con mayor claridad. 

La izquierda fue extremadamente culpable de una identificación errada. Aunque la mayoría de quienes estaban en la izquierda radical se mostraba entusiasta ante la perspectiva de alguna clase de revolución, “un nuevo cielo y una nueva tierra” (en palabras del libro del Apocalipsis), la trama estaba más cerca de lo contrario, de un impulso hacia la regresión que continúa, si bien no en línea recta, hasta la actual emergencia. La era de reformas del New Deal fomentada por la confianza en que el gobierno podía laborar por el bien común se estaba quedando sin fuelle. Habían pasado los años de gloria del movimiento de derechos civiles. La abominable Guerra de Vietnam, que calcinó los ideales norteamericanos, continuaría durante siete años más de muertes indefendibles. 

La nueva trama principal era la de una virulenta reacción. Aun cuando el presidente Nixon asumiera un papel sorprendente como reformador medioambiental, la supremacía blanca se reorganizaba. Aterrados por las revueltas de ls campus, los plutócratas incrementaron sus inversiones en laboratorios de ideas del “libre mercado”, programas universitarios, revistas de derechas y otras formas de propaganda. Las turbulencias del petróleo, la inflación y la resurrección industrial japonesa harían pronto estremecerse el predominio norteamericano. Lo que obsesionaba a Norteamérica no era el neblinoso espectro de la revolución sino el espectro de la reacción que se iba solidificando. 

Aunque las autoridades culturales quedaran deshonradas, las autoridades políticas revivieron y se atrincheraron. De maneras muy diversas, la contracultura, independientemente de lo domesticada o “cooptada” que estuviera, según la denominación de Herbert Marcuse, se convirtió en cultura. En el curso de pocos años, en el discurso y la imaginación públicas, en la música popular y en las películas, en la televisión (All in the Family, M*A*S*H, The Mary Tyler Moore Show) y en el teatro (Hair, Oh! Calcutta!), se disolvieron los tabúes de la ordinariez y las obscenidades. Gays y feministas dieron un paso adelante, resistieron siempre pero rara vez se contuvieron por mucho tiempo. Posteriormente quedaría, como les gustaba decir a los gauchistas de mayo del 68 en Paris, prohibido prohibir. 

En el terreno del poder político, no obstante, pese a todas las reformas sociales posteriores, 1968 tuvo más de final que de principio. Tras les évènements de Francia en mayo llegaron las elecciones parlamentarias de junio, en las que barrió el partido derechista del general De Gaulle llegando al poder en un triunfo aplastante. Tras la Primavera de Praga y la promesa de un “socialismo de rostro humano”, los tanques del Pacto de Varsovia controlado por los soviéticos invadieron Checoslovaquia. En América Latina, la tendencia guerrillera guevarista se vio repelida por todas partes en beneficio de la derecha. En los EE.UU. se oyó el rugido de la “mayoría silenciosa”. Con un dividido Partido Demócrata en ruinas, la estrategia sureña de Richard Nixon convirtió el Partido Lincoln en heredero de la Confederación. A medida que la derecha se consolidaba en torno a una alianza de cristianos evangélicos, racistas reactivos y plutócratas, la izquierda se mostraba incapaz o remisa a la hora de fusionar sus dispares sectores. La izquierda se mostraba torpe para alcanzar el poder político, ni siquiera estaba segura de que fuera su meta. 

Las contrarrevoluciones, como sus bêtes noires revolucionarias, sufren reveses y necesitan tiempo para condensarse. La contrarrevolución posterior a 1968 mantuvo el fuerte contra una trinidad de monstruos de susto: revoltosos de piel obscura, mujeres engreídas y una clase arrogante que poseía el conocimiento. En 1968 no se había hecho todavía visible de qué modo tan impresionante el retroceso podría aprovecharse para llegar al poder nacional. “Este país se está yendo tan a la derecha que no lo vamos a reconocer”, afirmó el fiscal general de Nixon, John Mitchell, en 1969. Hablaba antes de tiempo.

* Todd Gitlin es profesor de Periodismo y Sociología en la Universidad de Columbia, Nueva York. Fue presidente en 1963 y 1964 de Students for a Democratic Society, la más importante de las asociaciones del movimiento estudiantil norteamericano.
The New York Review of Books. Traducción: Lucas Antón para sinpermiso. Extractado por La Haine



https://www.lahaine.org/mundo.php/1968-ano-de-contrarrevolucion-en


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